martes, 16 de septiembre de 2008

Cuando una tarotista y un vidente se enamoran



los planetas no saben para dónde orbitar. La luna se tara, el café no produce borra, los pájaros premonitorios se esconden en los nidos, las bolas de cristal tienen estática y las lechuzas prefieren mirar para otro lado. Los amantes buscan en vano señales sobre el futuro, pero los naipes de la tarotista se van al mazo y los artilugios del vidente se descomponen. Ella se pregunta: ¿me engañará algún día? Nadie le responde. Él quiere saber: ¿tendremos hijos? El porvenir no contesta. El amor viaja en una frecuencia distinta a la del presagio, el deseo es un ahora. Un ahora o nunca. Cuando una tarotista y un vidente se enamoran, quedan anclados del presente. Viven juntos. Tienen hijos. Una tarde uno de los dos se cansa del amor y recupera las facultades. Lo primero que ve es al otro, llorando mañana.


sábado, 13 de septiembre de 2008

Atentados del 11 de septiembre de 2001



Los atentados del 11 de septiembre de 2001 (comúnmente denominados como la 9/11 en el mundo anglosajón y el 11-S en España y Latinoamérica), fueron una serie de atentados suicidas que implicaron el secuestro de cuatro aviones de pasajeros por parte de 19 miembros de la red yihadista Al-Qaeda
Se dividieron en cuatro grupos de secuestradores, cada uno de ellos con un piloto que se encargaría de conducir el avión una vez ya reducida la tripulación de la cabina. Los dos primeros aviones fueron el Vuelo 11 de American Airlines y el que fueron estrellados contra las torres gemelas del World Trade Center, un avión contra cada torre, haciendo que ambas se derrumbaran en las dos horas siguientes.
El tercer avión secuestrado fue el Vuelo 77 de American Airlines que impactó contra la esquina del Pentágono en . El cuarto avión, que fue el Vuelo 93 de United Airlines, no alcanzó ningún objetivo ya que los pasajeros y tripulantes intentaron recuperar el control y, debido a eso, se estrelló en un campo abierto, en Shanksville, Pensilvania.
Aparte de los 19 secuestradores hubo unas 2.973 personas fallecidas confirmadas y unas 24 continúan desaparecidas como consecuencia de los dichos atentados.

Este atentado se caracterizó por el empleo de aviones como armamento, creando una situación de temor mayor en todo el mundo occidental y dando comienzo a la Guerra contra el terrorismo. Los atentados del 11 de septiembre del 2001 fueron descritos por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas como "horrendos ataques terroristas".


miércoles, 10 de septiembre de 2008

Gran colisionador de hadrones


El Gran Colisionador de Hadrones (en inglés Large Hadron Collider o LHC, siglas por las que es generalmente conocido) es un acelerador de partículas (o acelerador y colisionador de partículas) ubicado en el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear (CEIN) (en francés, Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire, CERN), cerca de Ginebra, en la frontera franco-suiza.
El LHC se diseñó para colisionar haces de protones de 7 Tev de energía, siendo su propósito principal examinar la validez y límites del Modelo Estándar, el cual es actualmente el marco teórico de la física de partículas, del que se conoce su ruptura a niveles de energía altos. El LHC se convertirá en el acelerador de partículas más grande y energético del mundo.[1] Más de 2000 físicos de 34 países y cientos de universidades y laboratorios han participado en su construcción.
Hoy en día el colisionador se encuentra enfriándose hasta que alcance su temperatura de funcionamiento, que es de 1.9 K (menos de 2 grados sobre el cero absoluto o −271.25 °C). Los primeros haces de partículas fueron inyectados el 1 de agosto de 2008, [2] el primer intento para hacer circular los haces por toda la trayectoria del colisionador se producirá el 10 de septiembre de 2008 [3] mientras que las primeras colisiones a alta energía tendrán lugar después de que el LHC se inaugure de forma oficial el 21 de octubre de 2008.[4]
Teóricamente se espera que, una vez en funcionamiento, se produzca la partícula másica conocida como el bosón de Higgs (a veces llamada "la partícula de Dios"[5] ). La observación de esta partícula confirmaría las predicciones y "enlaces perdidos" del Modelo estándar de la física, pudiéndose explicar cómo adquieren las otras partículas elementales propiedades como su masa.[6] Verificar la existencia del bosón de Higgs sería un paso significativo en la búsqueda de una Teoría de la gran unificación, teoría que pretende unificar tres de las cuatro fuerzas fundamentales conocidas, quedando fuera de ella únicamente la gravedad. Además este bosón podría explicar por qué la gravedad es tan débil comparada con las otras tres fuerzas. Junto al bosón de Higgs también podrían producirse otras nuevas partículas que fueron predichas teóricamente, y para las que se ha planificado su búsqueda,[7] como los strangelets, los micro agujeros negros, el monopolo


domingo, 7 de septiembre de 2008

Cuento con bruja y tramontina


Íbamos en un taxi por la avenida Álvarez Thomas. Al llegar a la esquina de la calle Lugones el semáforo nos detuvo y entonces pude mostrarle a mi hija la fachada de la casa:

—Mirá, Nina, fue ahí; en ese balconcito el Chiri me acuchilló.

Mi hija alzó la cabeza y vio la ventana triste que todavía, veinte años después,
estaba sin pintar. Se emocionó al reconocer el escenario: fue como si hubiera
llegado al bosque original de Caperucita y el lobo. Después me pidió que le
mostrara la cicatriz y que le contara otra vez el cuento.

Abrí los dedos de la mano derecha y le dejé ver la herida. “Todavía se ven los puntitos donde te cosió el doctor”.

A Nina, antes de dormir, le cuento historias reales que me ocurrieron en mil novecientos ochenta y nueve. No sé por qué resultan ser las más adecuadas, supongo que se trata de un tiempo sencillo, intenso, donde ocurrieron cosas que un chico de cuatro años puede entender con facilidad: una temporada llena de sorpresas. Fue la época en que acabamos el colegio y con el Chiri nos fuimos a vivir a Buenos Aires.

A mi hija le gustan las tramas en donde hay chicos que se van de casa a vivir aventuras nocturnas, sin adultos, con brujas y con cuchillos. Y más aún si uno de los chicos, generalmente el más gordito, es también su papá.

—Contame desde el principio.

Como el semáforo seguía en rojo, hice memoria y me recosté en el asiento.

Fue la noche en que Dustin Hoffman ganó un Oscar por la película Rain Man, le dije a Nina. Una madrugada de abril. (El taxista, creo, puso atención.) Estábamos en la plaza San Luis, aguantando despiertos la última noche mercedina antes del gran viaje hacia la edad adulta. Durante toda la secundaria habíamos querido que llegara el día de irnos a la Capital, y ahora solamente faltaba que saliera el sol. Con el Chiri hicimos planes. Conversamos sobre el futuro.

—¿Qué es el futuro?

Para nosotros, el futuro era esa casa, la que está justo ahí en la esquina. No era una casa para nosotros solos, sino un cuarto chiquito adentro de una casa: una habitación en alquiler. Íbamos a compartir la cocina y el baño con una señora, con una viuda desconocida que, para peor, era directora de una escuela.

—Una bruja.

Exacto, nos íbamos con una bruja. Aquello no estaba en nuestros planes cuando fantaseábamos con vivir lejos y solos, pero tampoco estaba en nuestros planes la hiperinflación. Ni mis padres ni los de Chiri tuvieron resto, en aquel tiempo de australes devaluados, para alquilarnos un departamento. La opción era vivir en la casa de una bruja o quedarnos en Mercedes. Ni siquiera lo dudamos.

La señora se llamaba Tita y tenía una amiga en común con mi madre; por ese camino había aparecido la opción del hospedaje. Ella tampoco tenía planeada la hiperinflación, y tuvo que alquilar la pieza a dos jóvenes desconocidos. Caímos a su casa con algunas referencias falsas que daban a entender que nosotros, el Chiri y yo, éramos chicos saludables y normales, hijos de dos familias decentes de pueblo. La segunda parte de la frase era verdad.

Chichita, como es lógico, se sentía responsable por nuestro comportamiento en casa de Tita. La mañana del viaje nos recomendó cien veces que no hiciéramos nada fuera de lugar, que no pusiéramos la música alta, que no metiéramos melenudos adentro de la pieza, que no fumáramos porquerías. Es decir, nos enumeró sus propios padecimientos desde el año ochenta y seis.

Con el Chiri tuvimos la intención, profunda y sincera, de ser personas excelentes durante el tiempo que viviéramos en la casa de Tita. Siempre nos costó una barbaridad esquivar la tentación de enloquecer a una vieja, de asustarla, de volverla loca, pero nos prometimos hacer un esfuerzo con ésta en particular. Si entrábamos a aquella habitación con el pie izquierdo, una enorme patada en el culo nos devolvería a Mercedes. Y no queríamos eso.

Con dos bolsos llenos de tupperwares con milanesas, algo de ropa y unos cuantos libros, tocamos el timbre un 30 de abril de 1989, pasado el mediodía. Tita nos abrió la puerta y nos recibió como a dos alumnos que se han portado mal y deben hablar con la directora. En su gesto se mezclaba el compromiso asumido y el hastío por venir.

Nos mostró la habitación —un entrepiso, con ventana a la calle, un escritorio y dos camas—, nos enseñó el baño y la cocina comunes, nos cobró por adelantado la primera mensualidad, nos dio un solo juego de llaves y después, sin ganas, como si leyera un texto ajeno, nos dijo que allí estaba ella, para lo que necesitáramos.

Dejamos nuestros bártulos sobre la cama y nos fuimos a pasear, con la excusa de hacer trámites universitarios. Buenos Aires era, por fin, nuestra ciudad. Las llaves que teníamos en los bolsillos no eran las mismas de ayer, ni tampoco eran copias de las que tenían nuestros padres. Compramos libros viejos en los puestos de Plaza Italia, comimos pizza, visitamos gente.

Por la noche hicimos algo que todavía hoy nos avergüenza: desde un teléfono público llamamos a Tita (a nuestra casa, a nuestra casera) para avisarle a la mujer que estábamos bien, que no iríamos a cenar, que no se preocupara. Ella nos interrumpió:

—No hace falta que me llamen para avisar esas cosas —dijo.

Entendimos, ruborizados, que nos estábamos pasando de decentes.

A las dos de la mañana volvimos a nuestro nuevo hogar para pasar allí la primera noche. Estábamos exultantes. Por no hacer ruido, ni siquiera tocamos la guitarra. Nos acostamos cada uno en nuestra cama e intentamos dormir. Chiri lo consiguió enseguida, pero a mí me molestaba un hilo de aire que entraba por la ventana, y permanecí insomne.

Me levanté y fumé un cigarro mirando la calle; me sentí mayor de edad, invencible. Vi los coches y los colectivos que pasaban por la avenida Álvarez Thomas. Veinte años más tarde yo pasaría en taxi por allí, me detendría un semáforo, y le contaría a mi hija los detalles de esa noche.

Tiré la colilla a la vereda y quise cerrar la ventana para dormir. Pero la ventana no cerraba: por eso entraba el frío. Una de las hojas de madera estaba hinchada y no calzaba bien en el marco. Hice fuerza, pero no logré encajarla. Tendría que haber desistido, tendría que haberme ido a dormir. Pero yo esa noche era invencible.

Saqué de mi bolso un cuchillo de cortar carne (de la marca brasileña Tramontina) y, usándolo como destornillador, quité el marco de la ventana. Me senté en la cama y, con el mango del cuchillo como maza, empecé a martillar el desnivel de madera para aplanarlo. Chiri se despertó a medias:

—Gordo —dijo—, la concha de tu madre —y se tapó las orejas con la almohada.

Traté de hacer menos ruido. Martillé con suavidad uno o dos minutos, pero la suavidad no es amiga del martillazo. Fumé otra vez en silencio; dejé pasar los minutos. Cuando sospeché que Chiri ya estaría en una fase profunda del sueño, volví a darle golpes masculinos a la ventana. Pum, pam, pim. Imagino que me colgué, que me excedí, o que me concentré demasiado.

Lo que sigue pasó en tres segundos: Chiri se despertó enloquecido, me dedicó otro insulto y, con un ademán sonámbulo, me arrancó el cuchillo de la mano. Tiró el cuchillo por la ventana abierta y se volvió a dormir. Tres segundos, y otra vez silencio.

Me bajó la presión, pero no supe porqué. Cuando ocurre en las películas parece un efecto dramático, pero a mí también me pasó: no me di cuenta de nada.

No sentí que los dedos —el índice y el mayor— me colgaban de la mano. No hubo un dolor instantáneo. Fue como en las tormentas: ahora el rayo mudo, después el trueno ciego.

El rayo de mi dolor fue una humedad en la pierna. Noté, antes que nada, el borbotón de sangre tibia cayéndome por la rodilla, después por la sábana. La hoja del tramontina, que yo usaba como mango de martillo, me había rajado los tendones hasta el hueso. Mi amigo y verdugo dormía otra vez; lo tuve que despertar.

—Chiri —susurré, pálido—, tengo sangre en la mano.

No quise alarmarlo, pero también había salpicaduras gruesas en las paredes, en el suelo, en su frazada. Llamé de nuevo:

—Chiri, ayudáme, me cortaste en serio.

Chiri dormía, o se hacía el enojado. O quizás estaba enojado y se hacía el dormido. Me anudé los dedos con la sábana para dejar de chorrear, y entonces sentí el dolor, un dolor bestial que me llegó al cerebro con el espesor de un relámpago. Grité. Grité mucho. Grité como una cantante de ópera que ha visto a su perrito muerto.

Chiri por fin se despertó. Saltó de la cama, se puso de pie y empezó a enfocar la escena. Cuando dejé de gritar mi amigo vio a un gordito de color amarillo, desinflado, sentado en la cama y bañado en sudor. Vio los latigazos de la sangre en el empapelado de la habitación, los vio en el mosaico y en su propio piyama. Pero aun así no entendió lo que estaba pasando.

Yo no podía explicarle la situación con palabras, no tenía palabras. Se me ocurrió la idea (desatinada) de quitarme el revoltijo de sábanas pegajosas y mostrarle los dedos que colgaban de mi mano derecha. Al ver el estropicio, Chiri hizo tres cosas.

Puso los ojos en blanco.

Vomitó.

Se desmayó.

Fue la única vez en la vida que vi a un ser humano hacer aquellas tres cosas, tan divertidas, al mismo tiempo. De no ser por el problemón en la mano, lo hubiera aplaudido hasta reventar. En cambio, me senté otra vez en la cama y, como pude, me hice un torniquete y me empecé a reír. Me reí como un loco, traspasado por el dolor. Era un tiempo de grandes, de maravillosas aventuras, y yo sabía lo que estaba a punto de pasar de un momento a otro. Tenía que pasar. Por eso miré la puerta de la habitación con una sonrisa, por eso hice un silencio teatral y me quedé congelado de alegría, esperando que se moviera el picaporte.

Era el momento en que Tita debía aparecer por la puerta. En aquella época las cosas siempre salían bien. Había un hombre semidesnudo en el suelo, inconsciente, sobre un charco amarillo. Había un gordo deshidratado, con una sábana envolviéndole los dedos. Había enormes surcos de sangre, mares de sangre, y una ventana rota en tres pedazos. ¿Cómo no iba a entrar entonces la mujer?

En el año mil novecientos ochenta y nueve todo ocurría como si un guionista borracho dictara las entradas y calculara los mutis con precisión de relojero. Las desgracias causaban risa y las caseras, las brujas de los cuentos, entraban sin golpear y veían una puesta en escena maravillosa.

El semáforo se pone verde, la vida sigue. Ahora otra vez volamos por la noche de Buenos Aires. A Nina le gustan los cuentos sobre chicos que se van de casa y viven aventuras donde hay brujas y cuchillos. Por eso se da la vuelta, se pone de rodillas en el taxi, y se gira hacia atrás, para ver por última vez la ventana donde ocurrió aquello, en la esquina de Lugones y Álvarez Thomas.

Le doy la mano, contento. Ella me acaricia las cicatrices.